
¿Campañas eran las de antes?
Singularidad, inteligencia artificial y la urgencia de volver a decir algo auténtico
Hay algo que inquieta en muchas campañas actuales. Uno puede no ser parte del equipo, no conocer a los candidatos, no haber leído el programa, y, sin embargo, saber —a los tres segundos de mirar un spot o leer un copy— que ya vio eso antes: ya lo escuchó, lo leyó, lo compartió. Pero no lo recuerda porque le dijo algo, sino porque justamente no le dijo nada. Porque es el mismo texto, el mismo tono, el mismo emoji, ¿el mismo molde?
Y aunque se supone que son campañas austeras —pues guaú, que “no hay plata”—, a simple vista se nota que en muchas de ellas sí hay inversión, o al menos trabajo técnico, segmentación, branding, uso de datos. Pero parece que, cuanto más prolijas son, más se parecen entre sí; y, cuanto más se parecen, menos dicen. Menos se diferencian. ¿Será mismo que los candidatos son intercambiables? Elegimos creer que no, y por eso nos enfocamos en cómo se diseñan y llevan adelante las campañas. Tal vez, en nombre de la eficiencia —o quién sabe qué— estemos renunciando a lo único que todavía distingue a la política: la voz propia.
En Misiones, esta sensación se vuelve particularmente nítida. Distintas listas orbitan el mismo campo simbólico: el que hoy marca Javier Milei. Aunque se presenten como alternativas, comparten climas, tonos, diagnósticos y promesas, y lo hacen con una literalidad que resulta inquietante. No necesariamente porque copien entre sí, sino porque parece no importar quién lo dice, como si todos pudieran decir lo mismo sin consecuencias; como si la voz fuera un accesorio, y no una dimensión constitutiva de la política.
Ahí aparece el primer síntoma: la pérdida de singularidad. Lo que debería ser construcción de sentido desde un lugar, una biografía y una legitimidad, se convierte en packaging de frases listas para circular. Pero, cuando todas las voces suenan igual, la política se vuelve ruido de fondo. Más ruido. La multiplicación de mensajes sin diferencia no amplifica: desactiva.
Joseph Napolitan lo advirtió hace más de medio siglo: la campaña debe adaptarse al candidato, no el candidato a la campaña. Sin embargo, hoy abundan las campañas que parecen hechas con alguna plantilla, donde se supone que cualquier persona puede decir cualquier cosa con la misma eficacia. Pero, ¿acaso todas las voces portan el mismo valor? ¿No estaremos cayendo en una lógica donde se pretende que el mensaje vale más que el vínculo que lo sostiene?
En esa lógica entra en juego la inteligencia artificial. No como amenaza apocalíptica, sino como reflejo de una crisis más profunda. Porque el problema no es que la IA produzca textos, sino el modo en que muchas campañas comienzan a usarla como reemplazo de la estrategia, como atajo expresivo, como maqueta de frases virales. Pero la IA no tiene historia, ni memoria del cuerpo, ni espesor del tiempo. Puede repetir, pero no encarnar; puede imitar, pero no habitar el conflicto. Justamente no tiene, todavía, lo que se supone que nos hace diferentes de ella: singularidad.
La paradoja es que, en la búsqueda por el voto, la representación, están renunciando a lo único que la IA no puede ofrecer: una voz que diga algo verdadero, desde un lugar concreto y con una legitimidad reconocible. Pareciera que se está usando una herramienta potente como si fuera una fábrica de copys impersonales, cuando podría ser una herramienta para pensar mejor.
Y cuando lo que se produce es contenido sin contexto, sin biografía y sin arraigo, lo que emerge no es comunicación, sino simulacro. Una política que no representa, sino que simula representar. Y si lo que se pone en juego es la representación misma, lo que se erosiona no es solo la campaña, sino el vínculo democrático en su raíz.
Todo esto ocurre en un momento particularmente delicado, cuando lo que se necesita es justamente lo contrario. Y no solamente para los partidos o la dirigencia política, sino para la propia democracia. Transitamos un tiempo donde las instituciones aún funcionan, pero la densidad del vínculo político se viene debilitando. No hay ruptura institucional explícita, pero sí una degradación cotidiana: baja participación, desafección generalizada, indiferencia convertida en modo de existencia política. Como sostiene Noam Chomsky, la democracia contemporánea no colapsa por un golpe, sino por una erosión sistémica: el debate cede lugar al espectáculo, y la desinformación ya no parece una falla, sino una estrategia.
En este escenario, no solo se vacía la política: también se distorsiona la lectura. A eso se suma un fenómeno que a veces parece menor, pero que en realidad es profundamente sintomático. ¿No estaremos asistiendo a una especie de ludopatía analítica, en la que ciertos asesores o consultores, semanas antes de una elección, se lanzan a decir con total seguridad qué va a pasar? ¿No habrá detrás una lógica profesional que premia la certeza performativa más que la lectura honesta del contexto? ¿Y no es acaso una forma de irresponsabilidad emitir sentencias rotundas en un escenario marcado por la incertidumbre estructural, la volatilidad emocional y la baja participación?
El problema no es si se equivocan o no —porque todos podemos fallar—. El problema es hablar como si fallar no fuera una posibilidad. A eso se suma que, con tan poca participación, las encuestas dejan de ser representativas del universo real que vota. Aunque estén bien hechas, si los modelos de participación están mal, las proyecciones fallan. ¿No será tiempo de practicar más humildad epistemológica y una mejor lectura del clima social? De lo contrario, lo que debería ser una herramienta de análisis se convierte en una ruleta más del show electoral.
“Campañas eran las de antes”, podría decir alguien con cierta nostalgia o compartiendo algunas de nuestras preocupaciones.
Frente a todo esto, tal vez no haya recetas fáciles. Pero sí queda una apuesta posible: volver a la singularidad. A esa mezcla de historia, lugar y voz que no puede copiarse. A una política que no aspire a ser viral, sino veraz. La pregunta ya no es quién tiene más seguidores o el mejor eslogan, sino quién puede decir algo que realmente resuene con el electorado, sobre todo en boca de quien lo dice.
Quizás el problema no sea solo la política, sino su automatización. Y tal vez el desafío no sea decir más, o más lindo, o en más lugares, o más corto, sino volver a decir algo auténtico.
*En colaboración con Jorge Ríos. Comunicador. Activista. Docente.